domingo, 26 de julio de 2009

Colombia

Los embelecos humanos (quiero significar así las incitaciones a que nos vemos sometidos o, más bien, a las que buscamos someternos) no tienen fin; los chinos, sin embargo, propusieron compendiarlos en dos: fama y poder. Influido por el lenguaje coloquial casi me rindo a la facilidad de decir “son inhumanas las infamias de que somos capaces para alcanzar esos embelecos”. Nada más hipócrita. Las peores pasiones son, precisamente, humanas. No hay, en toda la creación, un sujeto hábil para concebirlas y cometerlas fuera de la especie humana. Se me dirá que tengo una pobre impresión de los hombres, que los considero malvados e indignos. Falso. Así como advierto las mezquindades y nos las tacho de inhumanas; valoro las cualidades, y no las confiero a ninguna divinidad.
Álvaro Uribe, aliado de George W. Bush a través del Plan Colombia (un acuerdo que más parece destinado al control del negocio de las drogas que a su abolición), apela a la fama que difunden las encuestas para conservar un poder que no ha conseguido con honestidad. Amenaza con un referéndum para acallar un fallo de la Corte Suprema que condena a una legisladora que admitió haber recibido una oferta monetaria de parte de Uribe para cambiar su voto y conseguir así la reelección del 2006, reelección que la Constitución de su país prohibía. No parece indigno de un Presidente que requiere traiciones y homicidios a cambio de dinero e impunidad, aun si los traicionados y asesinados son considerados terroristas. Tampoco parece indigno de un hombre que ha mentido descaradamente a la comunidad internacional en varias oportunidades, verbigracia: aseguró que sus tropas no operarían en la zona de exclusión para no impedir la entrega de rehenes de Diciembre de 2007, luego nos enteramos que no sólo habían operado en esa zona sino que habían asesinado a un comandante guerrillero; aseveró que el enfrentamiento en que murió el comandante Reyes había sido producto de una persecución, pero que sus fuerzas no habían invadido territorio ecuatoriano, más tarde aceptó que sí se habían adentrado en el país vecino, pero que el Presidente Correa estaba al tanto de la intrusión porque él mismo lo había llamado para comunicárselo, ante la desmentida del ecuatoriano, reconoció la verdad… no hubo tal persecución, ni bombardeo desde el lado colombiano, ni preaviso alguno… invadió arteramente un país, hasta allí amigo, no para detener y juzgar a un terrorista, sino para asesinar a un guerrillero. Tal como no parece indigno de un presidente que se vale de símbolos respetados (en este caso la Cruz Roja Internacional) para engañar y alcanzar sus fines, por altruistas que puedan ser; ¿qué sucedería si, como consecuencia, las FARC atacan a miembros de esa organización sospechando que se trata de tropas del Gobierno?, ¿qué se diría si las FARC lanzaran un ataque camuflados como miembros de la Cruz Roja? Ahora nos cuenta una maniquea superproducción cinematográfica para vendernos el rescate de Ingrid Betancourt y otros catorce rehenes. ¿Vamos a creerle?
Durante mucho tiempo se habló de torturas y condiciones de detención inhumanas. De los datos de la realidad observable y de los exámenes médicos, militares y civiles, más parece que hubiesen retornado de una temporada en un spa de cinco estrellas. Los prisioneros no han hablado de torturas; sí de crueldad. Pero cruel debe considerarse a todo secuestro. Cosa bien diferente es calificar de crueles las condiciones de detención porque lo es el secuestro. Acaso las condiciones hayan sido duras, incluso extremas, pero nadie, ni secuestrados ni guerrilleros, estaba en la selva de campamento veraniego. ¿Es tan cruel un régimen de detención que les permite a los secuestrados escuchar todos los días un programa de radio desde el que reciben mensajes y aliento de sus seres queridos? Esto no significa justificar ni aprobar ni comprender ni avalar ni minimizar el secuestro; intento desenredar, de entre las mentiras evidentes, un hilo de verdad.
“Para nosotros hubiera sido mejor haber sobornado a un miembro de la custodia de los secuestrados, porque eso le hacía más daño a la organización”, dice, sin vergüenza alguna, Freddy Padilla, Comandante General de las Fuerzas Militares. ¿Nos están tomando por idiotas? ¿Así que para las FARC es mejor, es menos humillante aceptar una derrota militar, que además se habría conseguido sin disparar un solo tiro, que reconocer que fueron traicionados por algunos de sus miembros? ¿Es más fácil aceptar una derrota política que implica la infiltración y el engaño de todo el Secretariado General, que aceptar que unos pocos de sus integrantes decidieron venderse como Judas? El Gobierno de Colombia miente a mansalva, como siempre; invierte un razonamiento, lo transforma en una estupidez y se sienta a esperar que la popularidad le dé la razón. Como las masas, en su condición de tales, son incapaces de pensar más allá de lo que sus líderes les proponen, por irrazonable que esto sea, Uribe y sus mentirosos son héroes. ¡Vivan las encuestas!

martes, 14 de julio de 2009

Dominus Dedit, Dominus Abstulit (3ra. y Última Parte)

Continuación
Cuando regresó lo primero que vio fue la sonrisa, y le bastó para saber que moriría; luego, como una extensión natural de la sonrisa, vio las manos enguantadas y la pistola con silenciador.
–Somos amigos… dame una oportunidad… –dijo sin convicción, anticipándose a la negativa.
– ¿Somos amigos?, entonces dejame hacer un trabajo limpio.
El Capitán siempre supo que su fin sería violento y que vendría de cualquier bando, pero, en su mente, refutaba –a manera de conjuro mágico- que fuese uno de los suyos. ¿Uno de los suyos? ¿Quiénes eran los suyos? ¿Quién podía jactarse de pertenecer a los puros?, ¿quién a los impíos? Admitió su imperioso presente, su destino de hierro…
– ¿Qué te pidieron?, ¿un accidente? –inquirió malsano.
–Suicidio –dijo sin emoción alguna.
– ¿Querés que escriba una carta? –propuso más que preguntó.
–No, sería demasiado clásico. No te preocupes, tengo todo planeado y traje lo necesario –soltó indiferente, como si hablara de la muerte de un tercero desconocido. Cuando te dé la orden dispará. Eso sí, no te achiques al final porque vas a sufrir como un perro… tendría que dejar que te desangres… no te puedo rematar…
Maleable y puntual acató los designios de su aniquilador. Con inigualable soberbia pensó que habían enviado al mejor. Ángel hizo los preparativos y después ambos se sentaron, uno a cada lado de la mesa, a esperar. Quizás hubiesen querido repechar el tiempo, encontrar razones, un sentido, alguna justificación. Pero los móviles profundos de las más execrables conductas humanas siempre habían sido los mismos y ellos –aseveraban- simples instrumentos. El silencio los uniformaba y el destino de uno no difería del del otro, no era mejor ni más grato.
Un estruendo callejero, cotidiano, banal, desencadenó el asentimiento de Ángel, y un disparo se ahogó en el mediodía sin querellas. Limpió la escena con celo y, utilizando un artificio largamente practicado, salió, pero la puerta quedó cerrada por dentro.
Camino de regreso a la estación de ómnibus se detuvo para hacer la llamada. De pronto, la pared se acercó violentamente, el piso se levantó y vino a estrellarse contra su cara. Caído, alcanzó a ver a dos chicos de la calle –dos abrepuertas, dos buscavidas– corriendo con su equipaje. Hay que matarlos a todos, pensó. Pensó en su perro Nerón, en sus canarios, y el orbe, antes gris, se tachó de negro, se cubrió de sangre.
El médico que firmó el acta de defunción no se explicaba aquella sonrisa anómala; finalmente conjeturó que debió morir feliz. ¿Quién podría sostener que se engañaba?
La muerte del Capitán, mezclado en el tráfico de armas, sojuzgó las portadas; la de mi padre, criminal abyecto y fecundo, pero ignorado, ni una línea en policiales.

Fin

martes, 7 de julio de 2009

Dominus Dedit, Dominus Abstulit (2da. Parte)

Continuación
...la pistola saliera rápida y sin tropiezos de su alojamiento. Había meditado que extraer el arma de la cintura lo haría sentirse amenazado; en cambio, el acto de desabrochar el correaje era una invitación a relajarse, a confiar. Sonrió. Con aquella morisqueta sin acólitos, con ese rictus horrible que era escarnio, con esa mueca que nadie podía atestiguar.
Desayunó sin prisa, espiando el frenético comercio de la mañana: leyó frío, insatisfacción, sueño y desengaño, leyó codicia y esperanzas patéticas en las caras de los transeúntes. Sintió asco, sintió vértigo, sintió desolación. Él estaba exento de tales urgencias. Desde que se retirara vivía en Villa Gesell una vida apacible y casi segura. Acompañado de sus pájaros y su perro nada más necesitaba. De tanto en tanto le requerían un trabajo limpio, eso era todo.
Tocó uno de los timbres del octavo piso y esperó.
– ¿Quién es?
–Ángel –dijo utilizando su nombre de guerra-, ¿me abrís? –preguntó, pero era una orden.
–Subí.
Tomó el ascensor hasta el noveno piso; luego bajó, vigilante, por la escalera. La puerta del departamento estaba entornada, el interior en penumbras. Empujó suavemente:
–Tranquilo… estoy solo.
A su derecha, desde la obscuridad, oyó:
–Entrá y cerrá.
Lo hizo y esperó sin moverse. La obscuridad debe ser análoga a la muerte, pensó como si se tratara de una idea genial. Una luz se encendió acotando las formas: a dos metros, el Capitán le apuntaba; estaba descalzo y con el torso desnudo; el pantalón, vestido con premura, tenía la bragueta abierta. La discrepancia le pareció grotesca.
– ¿Qué te trae por acá?
–Un trabajo, ¿qué más?
Un silencio espeso los demoró.
–Soy yo, ¿no? –dijo con inusitada resignación.
–Por ahora no… mientras no sueltes la lengua…
Había calculado que negar rotundamente tal posibilidad resultaría inconcebible, de modo que la advertencia sobre los beneficios del silencio le pareció la mejor forma de tranquilizarlo, autorizando una prevención que no podía evitar. Como él, el Capitán vivía bajo el supuesto de la muerte; intentar denegárselo era estúpido y era una provocación, porque era un insulto.
Con calma, dejó su equipaje sobre la mesa, se quitó la parka y se desembarazó de la sobaquera. Tomó asiento en un sillón y se quedó mirándolo. El Capitán reparó en lo ridículo e indefendible de su actitud. Confiaba o lo mataba. Bajó el arma y la puso en su cintura.
–Voy a vestirme y preparo unos mates.
Continuará

miércoles, 1 de julio de 2009

Dominus Dedit, Dominus Abstulit (1ra. Parte)

...El camino es fatal como la flecha
Pero en las grietas está Dios, que acecha.
Jorge Luis Borges
Lo sabía precavido y temeroso. Años de delaciones, secuestros, torturas, botines de guerra y asesinatos perpetrados al amparo complaciente y satisfecho de sombras poderosas tienen la virtud de convocar enemigos inescrutables y vindicaciones sin fin; ambos lo sabían. De modo que no le anticipó su visita.
Bajó del ómnibus que lo trajera desde Villa Gesell y recogió su equipaje: un bolso con una muda de ropa que no esperaba usar y un maletín con sus herramientas de trabajo. Evitó los taxis –un conductor podría, luego, recordarlo- y los colectivos vertiginosos y malhumorados de esa temprana hora de la mañana; prefirió caminar hasta su objetivo, distante unas veinte calles.
Como cada vez desde que la abandonara, Buenos Aires, con su complejo lenguaje de chirridos y estertores, le pareció espantosa. Había nacido y crecido en esta ciudad, y aunque en los últimos años no asistiera a sus mutaciones perpetuas, conocía cada calle, cada recodo, su cara y su embozo; tal y como un padre conoce a su hijo. Él no conocía al suyo, pensó. No porque no supiera quién era, sino porque no sabía quién era. Pero tampoco había conocido a su padre, y eso, de algún modo, emparejaba los tantos, pensó. Confuso, apuró el paso.Al llegar a Arenales vio al portero del edificio lavando la vereda. Cambió de acera y fue al bar de la esquina. De paso hacia el baño pidió café con leche y medialunas; luego se encerró en uno de los cubículos. Ejecutando un ritual inmutable, por tres veces verificó que...
Continuará