martes, 14 de julio de 2009

Dominus Dedit, Dominus Abstulit (3ra. y Última Parte)

Continuación
Cuando regresó lo primero que vio fue la sonrisa, y le bastó para saber que moriría; luego, como una extensión natural de la sonrisa, vio las manos enguantadas y la pistola con silenciador.
–Somos amigos… dame una oportunidad… –dijo sin convicción, anticipándose a la negativa.
– ¿Somos amigos?, entonces dejame hacer un trabajo limpio.
El Capitán siempre supo que su fin sería violento y que vendría de cualquier bando, pero, en su mente, refutaba –a manera de conjuro mágico- que fuese uno de los suyos. ¿Uno de los suyos? ¿Quiénes eran los suyos? ¿Quién podía jactarse de pertenecer a los puros?, ¿quién a los impíos? Admitió su imperioso presente, su destino de hierro…
– ¿Qué te pidieron?, ¿un accidente? –inquirió malsano.
–Suicidio –dijo sin emoción alguna.
– ¿Querés que escriba una carta? –propuso más que preguntó.
–No, sería demasiado clásico. No te preocupes, tengo todo planeado y traje lo necesario –soltó indiferente, como si hablara de la muerte de un tercero desconocido. Cuando te dé la orden dispará. Eso sí, no te achiques al final porque vas a sufrir como un perro… tendría que dejar que te desangres… no te puedo rematar…
Maleable y puntual acató los designios de su aniquilador. Con inigualable soberbia pensó que habían enviado al mejor. Ángel hizo los preparativos y después ambos se sentaron, uno a cada lado de la mesa, a esperar. Quizás hubiesen querido repechar el tiempo, encontrar razones, un sentido, alguna justificación. Pero los móviles profundos de las más execrables conductas humanas siempre habían sido los mismos y ellos –aseveraban- simples instrumentos. El silencio los uniformaba y el destino de uno no difería del del otro, no era mejor ni más grato.
Un estruendo callejero, cotidiano, banal, desencadenó el asentimiento de Ángel, y un disparo se ahogó en el mediodía sin querellas. Limpió la escena con celo y, utilizando un artificio largamente practicado, salió, pero la puerta quedó cerrada por dentro.
Camino de regreso a la estación de ómnibus se detuvo para hacer la llamada. De pronto, la pared se acercó violentamente, el piso se levantó y vino a estrellarse contra su cara. Caído, alcanzó a ver a dos chicos de la calle –dos abrepuertas, dos buscavidas– corriendo con su equipaje. Hay que matarlos a todos, pensó. Pensó en su perro Nerón, en sus canarios, y el orbe, antes gris, se tachó de negro, se cubrió de sangre.
El médico que firmó el acta de defunción no se explicaba aquella sonrisa anómala; finalmente conjeturó que debió morir feliz. ¿Quién podría sostener que se engañaba?
La muerte del Capitán, mezclado en el tráfico de armas, sojuzgó las portadas; la de mi padre, criminal abyecto y fecundo, pero ignorado, ni una línea en policiales.

Fin

No hay comentarios: