martes, 7 de julio de 2009

Dominus Dedit, Dominus Abstulit (2da. Parte)

Continuación
...la pistola saliera rápida y sin tropiezos de su alojamiento. Había meditado que extraer el arma de la cintura lo haría sentirse amenazado; en cambio, el acto de desabrochar el correaje era una invitación a relajarse, a confiar. Sonrió. Con aquella morisqueta sin acólitos, con ese rictus horrible que era escarnio, con esa mueca que nadie podía atestiguar.
Desayunó sin prisa, espiando el frenético comercio de la mañana: leyó frío, insatisfacción, sueño y desengaño, leyó codicia y esperanzas patéticas en las caras de los transeúntes. Sintió asco, sintió vértigo, sintió desolación. Él estaba exento de tales urgencias. Desde que se retirara vivía en Villa Gesell una vida apacible y casi segura. Acompañado de sus pájaros y su perro nada más necesitaba. De tanto en tanto le requerían un trabajo limpio, eso era todo.
Tocó uno de los timbres del octavo piso y esperó.
– ¿Quién es?
–Ángel –dijo utilizando su nombre de guerra-, ¿me abrís? –preguntó, pero era una orden.
–Subí.
Tomó el ascensor hasta el noveno piso; luego bajó, vigilante, por la escalera. La puerta del departamento estaba entornada, el interior en penumbras. Empujó suavemente:
–Tranquilo… estoy solo.
A su derecha, desde la obscuridad, oyó:
–Entrá y cerrá.
Lo hizo y esperó sin moverse. La obscuridad debe ser análoga a la muerte, pensó como si se tratara de una idea genial. Una luz se encendió acotando las formas: a dos metros, el Capitán le apuntaba; estaba descalzo y con el torso desnudo; el pantalón, vestido con premura, tenía la bragueta abierta. La discrepancia le pareció grotesca.
– ¿Qué te trae por acá?
–Un trabajo, ¿qué más?
Un silencio espeso los demoró.
–Soy yo, ¿no? –dijo con inusitada resignación.
–Por ahora no… mientras no sueltes la lengua…
Había calculado que negar rotundamente tal posibilidad resultaría inconcebible, de modo que la advertencia sobre los beneficios del silencio le pareció la mejor forma de tranquilizarlo, autorizando una prevención que no podía evitar. Como él, el Capitán vivía bajo el supuesto de la muerte; intentar denegárselo era estúpido y era una provocación, porque era un insulto.
Con calma, dejó su equipaje sobre la mesa, se quitó la parka y se desembarazó de la sobaquera. Tomó asiento en un sillón y se quedó mirándolo. El Capitán reparó en lo ridículo e indefendible de su actitud. Confiaba o lo mataba. Bajó el arma y la puso en su cintura.
–Voy a vestirme y preparo unos mates.
Continuará

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